La doña repetida


El tiempo sufre de estirarse cuando esperas un autobús que no sabes si pasó o le falta mucho para pasar. Una vez alguien me dijo que el tiempo es el elástico de un pantaloncillo que se estira cuando no se usa. A veces lo veo seguir de largo mientras el semáforo está en verde y no puedo cruzar, me tengo que quedar ahí viéndolo marcharse sabiendo que no pasará otro dentro de algunos minutos. Llegar temprano es solo otra forma de ser impuntual. Y total que aquí en Santo Domingo esa palabra no existe. Me siento a esperar en la parada. Esperar es sinónimo de no hacer nada. Bueno, ahí viene otro.

Me subo y pago a la cajera. A la cajera, por cómo me cobró el dinero, se le ve lo aburrida que está, ese trabajo seguro es insoportable pero solo lo acepta quien no tiene ninguna otra posibilidad. Aun así tiene cara de buena persona, jamona, definitivamente, pero se le ve que trata muy bien a sus sobrinitas. Paso a sentarme, solo queda un asiento y me tocó al lado de ella, de una variedad de mujer que abunda en estas tierras y a la que he llamado la doña-repetida. Es gorda, cabello bien corto y también recogido, piel oscura y anda con un reguero de paquetes. Es lo que, recurriendo a estereotipos, llamaríamos fea, anti-sexual. Su volumen se rebosa y ocupa parte de mi asiento. Yo a esta mujer la he visto, desde que tengo memora la estoy viendo. Está en todos lados, cada uno la conoce. Tiene diferentes edades y sus atributos varían, pero siempre dentro de los parámetros que nos hacen llamarla gorda, fea, anti-sexual. Hija de una misma madre y madre de los mismos hijos: es ella, la doña repetida. Espera a su hermana afuera de la Maternidad La Altagracia, limpiaba en tu casa, atiende un puesto de frituras, le lleva comida a su esposo en la cárcel, fue la que más dio gritos en la Hora Santa del motorista que se partió el epiplón en la esquina, se le vuela el cinc de su casa con cada ciclón, mantiene un cuerpo de 250 libras con medio salario mínimo, corre más rápido que tú, se sabe los chismes aunque los cuenta bajito y ancha los pantis que le mandan en agua de sal para que les sirvan.

Me acomodo, ahora veo al resto de los pasajeros, también repetidos. Me paso el tiempo elaborando una teoría sobre las apariencias donde concluyo que casi todas las personas que vemos en esta ciudad pueden ser encasilladas en no más de 20 categorías acorde a vestimenta, edad y gesto en el rostro, dejando un criterio para indefinidos, aunque esos serían los menos.

El sol está en sus buenas, no sabría decir a cuántos grados está la temperatura, a la cual habría que sumar la humedad que provoca el sudor de tanta gente. El calor no se aguanta, aunque sí, si no es
porque es mi día a día podría jurar que no duraría 5 minutos más vivo adentro. Aquí todos somos organismos extremófilos como las bacterias que viven en los lagos ultrasalados o los crustáceos que se plantan alrededor de las chimeneas de aguas termales en el fondo del océano. La pregunta no es por qué estamos vivos sino cómo, la cuestión deja de ser filosófica para volverse puramente biológica: ¿cómo diablos puede haber gente viva bajo este sol?

La doña-repetida se queda en la parada que está después de este semáforo. Tiene que salir y para eso tiene que pasar por arriba de mí, si da un paso en falso y me cae encima será mi fin, de eso estoy seguro. Pero con esfuerzo consigue salir al pasillo del autobús y ahora abrirse paso con todos sus paquetes entre los juncos sudorosos de los cuales se dice son personas. “Con permiso, permiso, ermiso, miso, que me quedo.” El conductor solo logra pararse a un carril de la acera por un carro mal estacionado más adelante. Pero por fin la doña pudo llegar a la puerta y al fin pudo bajar a la avenida. El sol ataca. ¡Oh no! Los juncos se giran rápidos como azotados por la brisa para poder mirar. La camioneta venía rápido y a penas ella puso los dos pies en la tierra ya todo había ocurrido. El impacto no se oyó porque los gritos de los pasajeros sucedieron en el mismo instante, como si hubiesen estado presintiendo que eso iba a pasar. La sangre con el sol y sobre el negro del asfalto se ve como rosada, completamente de mentira, si vas a morir tan vulgarmente al menos debería parecer sangre de verdad. Alcanzo a notar que el torso cayó en la parte trasera de la camioneta. Las extremidades, ¿dónde están las extremidades? Y las fundas negras regadas por todas partes, es increíble que una sola persona pudiera cargar tantas cosas. Afuera comienza a formarse una muchedumbre que en el fondo está muy contenta porque pasó algo nuevo, algo para contar.

Una doña muerta y desmembrada bajo el sol debe servir como evidencia de que la pregunta que había hecho no era tan absurda después de todo. Al menos eso. Al menos era la doña-repetida, nada del otro mundo.

Tarkovsky

Tenía 6 años, quizás menos, esto es algo que está en el borde de mis recuerdos. Creo que alguien pasaba los canales y se detuvo en una rara película en blanco y negro mientras se desarrollaba una escena en un bosque en la que un soldado besa a una mujer como excusa para ayudar a cruzarla una profunda zanja. Una pura casualidad porque en la televisión local no era ni es muy común ver ese tipo de cine. Por alguna razón todo se me grabó, yo con mis pocas nociones del mundo recuerdo con claridad que pensé que eran alemanes por como hablaban (la película estaba en su idioma original). Hace un tiempecito descubrí a Tarkovsky a través de su primer largometraje llamado La Infancia de Iván. La memorable fotografía del film caracterizada por un preciso uso de los contrastes ya me iba pareciendo conocida, hasta que entonces vi la escena, tal cual la recordaba, y fue como resolver un misterio.

 http://www.youtube.com/watch?v=2cG2A6mk7bI