Corriente de resaca

Abrieron un liquor store debajo de mi cama, lo supe en el último jumo en la última tentación. Aunque en principio juraba que había despertado en el barco vikingo de Arcadas. "La resaca es el purgatorio", con esas palabras se me apareció Fray Antón de Montesinos, y agregó, "mientras más buena está, más mala es". "¿Quién?", le pregunté. "La tipa". "¿Qué tipa?", volví. "Cualquier tipa de esas con las que sueñas sin querer queriendo y sin querer querer". Y desapareció. Debajo de mi cama está Vice City, debajo de las de ustedes Ciudad Gótica, probablemente. Entonces entendí: mi colchón era una balsa que flotaba a la deriva. Había una marea desquiciada, me precipitaba mar adentro. Si el tiempo es tan infinito como dicen, entonces la vida del sol, en relación con cualquier cosa, es solo un instante como el flash de una cámara. Me la pasé dormitando entre falsos despertares. El sol azotaba bien duro como mandan las líricas de los reguetones. Las olas eran calmas pero insistían lo suficiente como para causarme una náusea primitiva. Imaginaba los ácidos del estómago haciendo sus olas y remolinos, formando un mar revuelto con sus propias embarcaciones y naufragios. Moría de sed. Intenté beber agua de mar pero eso solo sirvió para hacer arrojar desde mis entrañas la comida del mediodía de ayer que se hizo comida para los peces palomos que no tienen nada que comer, esos peces que piden en los semáforos y huelen cemento, habiendo tantas otras drogas. Empezaba a desesperarme. Pensé, sin intención, tirarme al agua e intentar tocar fondo. Pero no es así como se toca fondo, no nadando hacia él. El fondo elije a sus adeptos, el fondo te toca cuando quiere y lo hace halándote por los pies. Por ahora seguiría siendo una alga de la superficie. Creí ver sirenas en el horizonte, creí escucharlas cantar a Ana Gabriel y a Marco Antonio Solís mientras limpiaban los arrecifes en la mañana del sábado. Ya sé que en el Caribe no hay sirenas porque se fueron a Europa. Acá se quedaron los manatíes, especia hoy casi extinta. Quizás algún día las ciguapas desarrollen branquias cuando el hombre se canse de la tierra y trate volver al mar como se intenta volver a la vagina. Así pasó un buen tiempo, el necesario para acabar con las fuerzas que me quedaban. Desperté en una playa virgen, peluda de erizos, de piedras Gillette Match 3 y sin el bar taíno de un beach resort a la vista. “¿Para dónde es hoy?”, me preguntó Montesinos que acababa de regresar, llevaba gelatina en el pelo. “No vuelvo a beber nunca jamás”, le dije sin mirarlo. “Sí, cómo no. La carne es débil y si no se marina o se hierve hasta que lo sea, pero el mar siempre es la misma persona”. Entonces volteé a verlo y se desvaneció. Un rato después también se fue la playa. Yo estaba de regreso. Por el momento todo era un simulacro, uno sin pena ni gloria, donde la pena es que no hay gloria.

The Dakota

Un día caminas solo calle abajo por la Central Park West. No es que andes girando el cuello tirando fotos a lo que sea ni haciendo el papel de turista feliz, tienes demasiado en qué pensar como para eso. Aun así ves un edificio, un edificio en particular. Te quedas mirándolo unos minutos, mucho considerando que nunca has sido un fanático de la arquitectura. El edificio se diferencia del resto pero por pocas cosas, no sabrías decir cuáles, solo sabes que se ve más europeo y seguro debe ser más viejo que el resto. No te enamora pero te gusta.

Otro día, un año después, estás en tu oficina ya sin mucho que hacer e intentas saciar la curiosidad y el afán de poseer una cultura general moderada documentándote sobre la clasificación de las armas de fuego según el calibre, sobre los maoríes en Nueva Zelanda o sobre el asesinato de John Lennon. En esto último te tomas tu tiempo. Buscas detalles hasta que acabas por descubrir que ese edificio que te quedaste mirando como un bobo fue lugar de residencia y muerte de John Lennon. Eso te intranquiliza, piensas que a lo mejor en el mundo no hay tantos misterios.