Si
alguien llegó a ir de niño y nunca más volvió, seguro que recordará el patio de
la casa de Doña Ana como una finca interminable. Si este fue un niño de una
imaginación considerable, es posible que hasta recuerde haber visto montañas y
ríos y ubique este recuerdo dentro de alguna visita al campo. Lo último que se
le ocurrirá pensar es que aquello estaba en plena ciudad, casi en el centro, de
hecho.
No
es exageración decir que en sus mejores años el patio producía lo que una
finca, al menos en variedad. Tenía todos los frutales necesarios, tamarindo,
lechosa, chinola, carambola, cajuil, limón, naranja, uvas criollas y aguacate.
Por doquier se esparcían matas de plátanos y guineos y algún que otro cocotero.
Un huerto
que yacía al fondo protegido por una malla de gallinero, gracias al exhaustivo
cuidado que le procuraba Don Clemente, era más que un huerto,. Rara vez tenían
que salir a comprar vegetales y legumbres. Aquel huerto era un altar
aprovechado en cada centímetro.
La
vida de la estancia la complementaban las gallinas en sus recorridos
interminables junto a sus chicuelos, alguna que otra pareja de patos encantados
con su pileta, la cría de cerdos reservada exclusivamente para la Pascua y un
indefinido número de perros y gatos que dominaban la cadena por su cercanía con
los hombres.
Tampoco
faltaba lo ornamental protagonizado por plantas de catalanas, coralillos y
cayenas, dispuestas en el orden jerárquico de la belleza. Fungían como el
lindero que separaba al patio de la casa.
Una
gran mata de mango reinaba en el centro del lugar, bajo ella el piso de tierra
domesticado por un millón de pisadas, al que había que barrer diariamente con
la escoba de tirigüillo de palma más vieja. La sombra de ese árbol fue
testigo de cuanta celebración ocurriera en el árbol de la familia.
No
se puede establecer con precisión cuándo aquello dejó de ser lo que fue. Desde
luego que la muerte de Don Clemente marcó un punto aunque el abandono ya venía
de antes. La enfermedad del difundo había ido paralizando casi todo. Los
domingos ya no eran los domingos, ni la familia era la misma familia, reducida
irónicamente al mismo ritmo en que se agrandaba. Ya solo quedaban unas pocas
celebraciones dispersas en el calendario.
En
estos últimos años eran los edificios los que crecían conforme lo hacía la
ciudad, como lo hacía en otra ocasión cada nuevo frutal que plantaban Doña Ana
y Don Clemente. El terreno de la casa daba para construir un residencial de
mínimo veinte apartamentos. Hubo un mes en el que al menos un intermediario de
bienes raíces por día fue a visitarla colocándole una oferta que en otro tiempo
le hubiese hecho la boca agua a su hijo Jochi, que ahora vivía en Nueva York.
Cada una fue rechazada sin importar el monto, casi todos volvieron con mejor
oferta y fueron nuevamente rechazados. Doña Ana solo los escuchaba por cortesía
y quizás porque estaba falta de compañía.
Los
nuevos edificios ya sitiaban por todos los flancos a la casa lo que le cortaba
el camino a cualquier brisa que intentara llegar. El mismo sol ya no era el de
antes, por eso muchos frutales fueron muriendo. No sé puede afirmar con
certeza por qué se secó la gran mata de mango, esto ocurrió a partir de
la muerte de Don Clemente. Lo cierto es que entró junio, entraron julio y agosto
y no hubo un solo mango que recoger, solo hojas que meses después empezaron a
desprenderse hasta que no quedó una sola al llegar Navidad. Doña Ana y Ninoska,
la muchacha venida del campo que la ayudaba con la casa, se turnaban mañana y
tarde para barrer las hojas, porque debajo de aquel árbol estaba el último
espacio sagrado, la mesa del café. Abajo se seguiría celebrando ese ritual
diario en compañía de con la vecina, y con quién fuera que visitara la
casa ese día. Ella en su mecedora, el resto sentado en el juego de sillas de
guano.
Ninoska
se casó no mucho tiempo después. Se mudó a un barrio en las afueras. Una vez a
la semana de vuelta del trabajo volvía para ayudar con lo que fuera, en
silencio y de gratis. Doña Ana engordaba y cada día caminaba más lento a causa
de todas las enfermedades que traía el accidente llamado vejez.
Dentro
de lo que aun quedaba estaba la visita diaria de Olga, una vecina ya mayor
aunque más joven que Doña Ana. Sus conversaciones no pasaban de qué calor hace o de supiste
quién murió y no es que hiciera falta decir más, aquellas reuniones del
café de la tarde eran un acto de presencia mutua y con eso bastaba.
Con
el tiempo y la presión de los hijos, Olga
tuvo que vender su casa. En su lugar se construyó una torre que germinó
y creció más rápido que cualquier hortaliza. Más nunca se volverían a ver.
Una
mañana de poco sol, Doña Ana preparó el café y se dirigió al patio, seguro no
durmió nada la noche anterior. Llegar hasta la mesita debajo de la mata de
mango fue una tarea lacerante, era pisar sobre descalzo sobre vidrios rotos.
Puso dos tacitas pese a que aquel día estaba ella sola.
Nubes
vinieron de todos lados a congregarse sobre la casa como si hubiese sido su
punto de reunión acordado. Gotas empezaron a caer, pesadas y frías con vocación
de granizo. Doña Ana intentó pararse, a recoger bandejita junto con las tazas.
En el momento en que se incorporó, la ciática le mordió la entrepierna como un
león. El dolor le hizo cerrar los ojos y en vez de soltar la bandeja, la agarró
con fuerzas.
Fue
a sentarse rápidamente en la mecedora pero las fibras de guano ya podridas por
el abandono y la intemperie cedieron y Doña Ana cayó de lleno en el suelo, viendo
las nubes. No se volvería a levantar.
La
lluvia abandonó el preaviso y empezó de verdad continuando hasta el mediodía.
El sol salió tímidamente a ver lo que había ocurrido. Durante la noche quizás
volvió a llover. Doña Ana seguiría ahí tirada sin poder moverse. Quizás sigue
ahí hasta hoy, mirando todo el cielo que se cuela entre las ramas secas de la
mata de mango, viva.